MUJERES
Un andar entre el concepto y la representación
La confianza, como el arte, nunca proviene de tener todas las respuestas,
sino de estar abierto a todas las preguntas.
Earl Gray Stevens
La acción de representar a otros o a sí mismo mediante imágenes ha sido un acto propio de la humanidad y será abordado de manera distinta según el tiempo y el contexto; tendrá objetivos diversos y de todas sus variantes, su condición complaciente, será la que, tal vez, con mayor frecuencia lo identifique.
El retrato como tal, lo encontraremos ─sin negar un pasado más remoto─, desde la representación helénica idealizada en la búsqueda de la perfección y en la celebración romana del status que realza poder, influencias y virtudes. Consideraciones que se mantendrán por centurias como precepto inamovible, hasta la ruptura del modelo académico en desestima el parecido a cambio de la forma y particularmente el color (fauves). Un transitar que a paso acelerado lo llevará a excluir el realismo ante la prioridad de reflejar el mundo interior (expresionismo) y alcanzar el rompimiento tajante con la estética clásica desestructurando el plano bidimensional (cubismo) en pro de una realidad abstracta. (Lo que, además, transforma al espectador en un ente activo que recompone mentalmente la figura en la búsqueda de la semejanza). El retratado aquí, pasa a difuminarse en la materia pictórica. Sin embargo, más tarde se confabulará el parecido con lo onírico (surrealismo), en un pretendido anhelo por sacar a la luz los impulsos interiores reprimidos. Así, en su peregrinar seguirá dando tumbos hasta que retrato y retratado se vuelva un símil (hiperrealismo) que deja poco a la imaginación del tercero (Ya no hay razón de suponer).
Si en la modernidad el retrato rompe con el compromiso entre el modelo y su imagen, todavía mantiene un lazo con la realidad; en esta era postmoderna, la representación ya no se refiere a la realidad, sino que la precede. La desmaterialización del arte fue una condición que invalidó al objeto artístico a favor de la idea y en ese trance el retrato también se desvaneció de las premisas contemporáneas. Pese a ello ─empecinado como toda la plástica─ siguió actuando protagónico tras bambalinas.
El retrato en su andar y desandar se convertirá en esa memoria que evoca, condesciende y cuestiona; ahí tal vez su encanto que lo hace persistente a través del tiempo y el espacio.
La obra plástica de Liz Vaillard hace un alto en este género que ya había explorado tiempo atrás con soltura; sin embargo, ahora lo aborda desde una óptica distinta; es decir desde una postura en la que el concepto que da pie y sustento al proyecto se vuelve medular, de tal forma que coloca al objeto de arte en el mismo nivel y propone por tanto dos miradas: desde la idea y el objeto.
Por un lado el concepto que busca evidenciar un acto de confianza que se extrema hasta un acto de fe (no un dogma teológico), el que le brinda a la autora la última palabra sobre la realización de un retrato y donde la representada acepta conocer el resultado final ─ante el desasosiego y la congoja del enigma─, hasta el día y el momento acordado de su exhibición pública.
Por otro lado la evidencia retiniana: la autora retoma del pasado y su experiencia, los pretextos para plasmar en el lienzo figuras que identifican a sus modelos, no en las poses o en su espléndida desnudez, sino en ese punto de feliz encuentro que es el rostro o particularmente la mirada; que en palabras de Emmanuel Lévinas (1993)[1], es el principio de la conciencia emotiva, pues la identidad sólo puede constituirse a partir de la mirada del otro.
La exhibición misma es una instalación en la que el cuadro (el retrato) se confabula con el espacio en ese mismo ánimo de equilibrio entre idea y objeto.
Cierto es que el título de la muestra (Mujeres) remite a diferencias sexuales y biológicas, así como al carácter social y cultural del distingo de género atribuido a la mujer y que hace referencia indiscutible a lo femenino desde la mirada reivindicativa de igualdad y dignidad. No obstante, en el caso particular de las obras que componen esta exposición y la idea ─que como motor la llevó a su realización─, parten de un acto de confianza que será la noción cardinal del proyecto. Coincidentemente como una analogía también de la reivindicación de la mujer en su capacidad de elección.
Mujeres, es un proyecto que se origina en un juego de acuerdos y complicidades ─entre artista y modelo─. Inicia este periplo con un exhausto estudio fotográfico en el que se despojan de atuendos y relegan timidez. Registrar los momentos pertinentes fue la consigna y en un acto impositivo, la artista se apersona y arrogándose todos los derechos decide con qué imágenes abordar el lienzo y verter en él los atributos que le darán el temperamento al cuadro.
Si bien el producto final de Mujeres es una obra material resuelta con una técnica ancestral, es un proyecto cuya idea persigue ir mas allá del retrato en sí, que busca poner en entredicho la función complaciente en que se ha encasillado a este género (aunque en el fondo resulte un acto discutible); contraponiéndose a través de una acción que privilegia la ausencia de intromisiones o decisiones de la representada en la resolución del retrato (pose, gesto, atmósfera, color, etc.).
La confianza como fundamento de toda relación humana, es un valor imprescindible que parece diluirse en estos tiempos convulsos, Liz Vaillard toma este criterio como pretexto temático, lo pone en evidencia y lo muestra mediante un ejercicio estético que implicó para la modelo dejar el Yo a un lado ante la confiabilidad de la acción de un tercero. Así también, mediante esta idea dio otras opciones a la unidireccionalidad del retrato.
El arte hoy en día, circunscrito únicamente por su libertad, se da a la tarea, si así lo requiere, de ser un vehículo de ideas que proponen o reinterpretan. Las obras y el concepto de esta propuesta de Liz Vaillard son ejemplo de ese constante trasegar. A fin de cuentas, en la insistencia se develan caminos, se afianzan objetivos y se superan retos. Enhorabuena.
Roberto Rosique
[1] _ Lévinas, Emmanuel (1993) Humanismo del Otro Hombre, Caparrós, Madrid, p. 46